En un campeonato que adeuda una montaña de puntos por dirimirse (13 fechas: 39 porotos), sería de una supina imprudencia dar por descontado cuál equipo será el que dé la vuelta olímpica. Ni hablar si en el pelotón que merodea constan los tres planteles mejor valuados. River, Boca y Racing, en ese arbitrario orden que intenta localizar a los que están en condiciones de meter una racha de cinco o seis triunfos al hilo y quedarse con el pozo acumulado. Por ahora no han podido, por la sencilla razón de que oscilan entre un partido estelar y otro de agarrarse la cabeza. Claro que sugerir prudencia y respetar las aspiraciones de los que, de momento, ven la punta desde lejos, tampoco significa pisar el palito de salir por la tangente con la célebre coartada de que todos los gatos son pardos. No, señor. En una competencia de largo aliento, la regularidad virtuosa cotiza en la Bolsa de Tokio y ese atributo hoy es de Vélez y solo de Vélez. Baste con reponer que en las primeras cinco fechas fue derrotado dos veces y empató en dos de las otras tres. Desde entonces, sus números son notables: nueve victorias y un empate, 26 goles a favor y tres en contra. ¿Qué tiene el Vélez que dirige Gustavo Quinteros, santafecino de Cafferata que como director técnico había tenido un gran suceso en Bolivia y Chile? En principio, una estuctura sólida, expresada en una buena coordinación entre las líneas, esfuerzos solidarios y una vocación ofensiva que declina la ingesta de vidrio. Van muchos y vuelven muchos. Y eso, a favor de un atributo en desuso u omitido incluso por más de cuatro entrenadores: el legendario 1259 del que solía hablar el Toto Lorenzo. El histriónico zorro que entre 1976 y 1979 llevó a Boca a la cumbre de la cumbre, juraba que sobre la base de la jerarquía del arquero, del primer zaguero central, del volante de contención y del centrodelantero, armar un gran equipo está al alcance de la mano. Pues bien: sin nombres rutilantes, Vélez dispone de ese 1259: Tomás Marchiori, Ezequiel Mammana, Christian Ordoñez y Braian Romero. Marchiori ya se había revelado como un arquero destacado en Atlético Tucumán, Mammana fue en su momento una joya de las Divisiones Menores de River, el pibe Ordoñez es una aparición resonante (20 años y todo un patrón del medio campo) y Romero goza de una renovada juventud tras vestir nueve camisetas en una década, desde Acassuso hasta el mismísimo River. Cada uno de los tres de la columna vertebral se apoya en socios que están a la altura. Por saber: Mammana en Aarón Quirós (clase 2001, proveniente de Banfield); Ordoñez en el madurito Alejandro Bauzat (un wing al que Quinteros supo convencer de que su zona de productividad está en las calles del medio) y Romero en Francisco Pizzini, otro experimentado que ha podido superar el síndrome del balde en la cabeza: hoy corre menos, piensa más y toma mejores decisiones. Y por si fuera poco, la gran figura del embalado Vélez de estos días es el sorprendente Claudio Aquino, uno con DNI que canta 33 abriles, al que le había costado horrores afirmarse en la mayoría de los diez clubes por los que pasó. Al parecer, Liniers es su hábitat dorado. Con menos pinta de crack de elite que de vago de barrio que se clava tres cervezas y después se prende en el picadoy la deja chiquita así, Aquino juega, hace jugar y cuando ve el hueco se despacha con chanfles venenosos y gloriosos de los que vemos en el Brasileirao o en la Bundesliga. En fin. Vélez ha sacado una luz de cinco puntos al segundo (Atlético Tucumán), de seis a los terceros (Racing, Instituto, Huracán, Talleres y Unión), nada hace presumir que vaya a sufrir una caída libre, pero de todos modos la ocasión autoriza a detallar los escollos que deberá afrontar: En el José Amalfitani: Estudiantes, Racing, Belgrano, Tigre, Lanús, Sarmiento y Huracán. Lejos de Liniers: Rosario Central, River, Argentinos Juniors, Deportivo Riestra, Godoy Cruz y Unión.