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DEPORTES

21 de septiembre de 2024

AL PUMITA LO QUE ES DEL PUMITA

Especial: Walter Vargas

En los próximos días debería decidirse el futuro inmediato de Fernando Martínez, el Pumita Martínez, joya solitaria de un boxeo argentino que, como sostuvimos hace unos días desde este sitio, atraviesa un tobogán a ritmo de Fórmula 1. En principio, el muchacho que reside en el barrio de La Boca debería ofrecer desquite al japonés Kazuto Ioka en el último día de 2024. Así está acordado de palabra con la gente de Premier Boxing Champions, que a la sazón es la empresa con la que tiene firmada tres defensas. El desquite con Ioka fue acordado el mismo 7 de julio de la coronación del pupilo de Rodrigo Calabrase en Kokugikan, el patio de la casa de quien hasta entonces ostentaba la faja supermosca de la Asociación Mundial de Boxeo (AMB). Pero, qué sería de la vida sin los peros, sucede que este fin de mes caduca el plazo de intimación de la Federación Internacional de Boxeo (FIB) para que Martínez defienda el título versus el retador número uno del escalafón, Wilibaldo Pérez García, un mexicano de inexpresivo récord de 22-5 y 10 KO, en una racha de diez victorias al hilo. ¿Qué rumbo tomará el Pumita? Tal vez, pura deducción, el del compromiso que ofrezca un fajo de billetes más abultado. Y se entendería, claro que se entendería. En el albor de su otoño boxístico (tiene 33 años), el Pumita Martínez metió cuatro triunfos excepcionales. Para los desmemoriados: dos ante Jerwin Ancajas, uno con Jade Bornea (también filipino) y el ya referido en el presunto batacazo con Ioka. Siempre en condición de visitante y siempre sin dejar dudas de superioridad. Una máquina de la media y de la corta, con cantidad y calidad que sin corresponderse con la pureza de la ortodoxia tampoco merecería ser desdeñada. He ahí el Pumita Martínez y he ahí las comparaciones, que en los deportes son un ejercicio inútil y, a la vez, maravilloso. Que sea dicho de una vez: esos cuatro triunfos valen más que las estadísticas de Guinness que estableció el chubutense Omar Narváez. Estadísticas igual de pomposas que fofas, en la medida que las consumó ante oponentes de segundo y tercer nivel, una obra pergeñada por la oscura cabeza de Osvaldo Rivero y ejecutada por el libre albedrío del propio Huracán. Hasta donde sabemos jamás se rebeló y exigió medirse con los mejores de su tiempo. Para que quede claro: jamás puede homologarse como un campeón excepcional quien carece en su palmarés de un mexicano, o un japonés, o un coreano, o un filipino, incluso un tailandés de primer cartel. Examinen el récord de Narváez, pelea por pelea por pelea, nombre por nombre, y esas variedades brillarán por su ausencia. De memoria, a modo ilustrativo, nos llegan los nombres Masamori Tukuyama, Katsushige Kawashima, Daisuke Naito, Vic Darchinyan, Pongsaklek Wonjongkam, Jorge Arce (El Travieso), Fernando Montiel, Cristian Mijares… en fin. Lo más penoso del caso es que el indiscutido talento de Narváez (uno de los máximos prodigios defensivos que el boxeo argentino alumbró en en su rica historia) daba con creces para estar a la altura e incluso sumar laureles de verdad. Laureles: no números y espuma. Conste que añadimos un manto de piedad a sus desdichadas aventuras contra Naoya Inoue, Nonito Donaire y Zolani Teté. Nada personal con Narváez. Un tipo querible que regaló boxeo químicamente puro como amateur y como profesional. Solo que el autor de estas líneas declina otorgarle un rango que ni él mismo quiso. El destino no es lo que pudo haber pasado: el destino es lo que efectivamente pasa. Y Narváez –la contracara del Pumita Martínez- se contentó con los pleitos de bajo riesgo. Y, se sabe desde que el boxeo es boxeo, sin riesgo tampoco hay gloria.

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