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DEPORTES

6 de septiembre de 2024

DOS GOLAZOS, 10 MINUTOS PARA RECORDAR Y TODO LO DEMÁS PARA OLVIDAR

Especial: Walter Vargas

Como supo postular cierto filósofo francés, lo más importante suele pasar por el medio. Y por el medio, en efímeros pasajes de un partido que la Selección resolvió con una holgura en el score a contrapelo del desarrollo general del juego, sucedió lo más plausible de la fría noche del jueves en el Monumental. Al comienzo, o mejor dicho antes del comienzo del rodar de la pelota, el precio de entradas prohibitivas para el 80 por ciento de la sociedad. Una popular a 70 mil pesos y plateas de 200 mil, o más, testimonian la obscenidad de la época. Que el tachín tachín de la prensa socia, cómplice o cobarde, no tape una realidad tamaño Amazonas: la Selección campeón de todo, esta Selección que por lo general juega fenómeno, cuando se presenta en su país se luce en la vidriera de la clase media acomodada. Y no toda: la que todavía puede. Y el final, el de los festejos caóticos y mal disimulados, sin organización, ni dirección, sin el menor tamiz de la moderación y el buen gusto, resultó un verdadero despliegue de maldad insolente. Chiqui Tapia no les dio a los jugadores la llave del Monumental: les dio algo todavía peor: el micrófono. Y en esa alegre cesión del micrófono quedó sepultado lo que debió haber sido un merecido y limpio tributo a Ángel Di María, uno de los futbolistas criollos que permanecerá en el bronce por siempre jamás. ¡Gracias por todo, Angelito! Todo lo demás, lo demás de “la fiesta”, se subsumió en una caricaturesca versión de canchereadas, pedanterías, patrioterismo, burlas a los adversarios, xenofobia y sexismo, con Dibu Martínez y su eterna adolescencia falocrática. Vergüenza ajena. También hubo un partido versus Chile. Sin Di María, pero también sin Messi, ausencia doblemente visible por la carencia de articulación ofensiva y de pausa y pase claro, con la oportuna excepción del golazo de Mac Allister, una acción dibujada con pinceles de trazo fino. Hasta entonces, los chilenos que dirige Ricardo Gareca habían alternado momentos de resistencia con otros de réplicas filosas, como por ejemplo la que concluyó con el no-gol de Matías Catalán. El palo salvó a Dibu, un gran arquero que para mejor transita la cima de sus planetas alineados. Cuando el resultado era íncierto llegó el zurdazo teledirigido de Julián Álvarez, un luminoso premio a un jovencito que armoniza talento con perfil bajo. Con humildad de la genuina. Su gol configura, pongamos, un pequeño gran acto de justicia divina. Después llegó el tercero, el de un Paulo Dybala enchufado, con la complicidad de un Gabriel Arias en clave de arquero improvisado en un picado de un atardecer playero en Santa Teresita. Acto final en registro de cambalache discepoliano. En las tribunas, las sustantivas, vigorosas y legítimas devociones que dispara el fútbol en este confín del Globo, en caricaturesco diálogo con un grupo de jugadores de fútbol pasados un par de copas del néctar de la gloria. Continuará.

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